Cuantas veces vi la alegría derramada por los rincones de la pequeña
estancia, casi siempre inundada de una penumbra que al poco se desvanecía; y
era allí donde acostumbrábamos a permanecer con dulce abundancia de ternura,
hasta que el día resolvía la duda de su liviana existencia al llegar el final
de las suaves luces que, impertinentes, se colaban por las pequeñas rendijas de
la celosía, solo cubierta por un fino velo pretencioso que intentaba defendernos
de las ligeras brisas marineras.
Livianas y discretas sensaciones de frio prendían en la piel, mientras
nos apresurábamos a buscar refugio entre la calidez que hospedaba las sábanas y
todas las caricias que podían abarcar
nuestras manos.
Siempre estuvimos por encima de nuestras propias realidades, pues ignorábamos las riberas inhóspitas que
albergaban las pequeñas sombras, cuyos ecos se extendían por nuestras vidas, lo
que
superábamos con palabras y risas
para descabalar las rebuscadas maledicencias.
Éramos nosotros queriéndonos, lo que éramos. Una
verdad muy lenta donde los días se abstraían al compás de nuestros actos, el
acontecer de muchos instantes en el tiempo que se iban difuminando con la
delicia cómplice de nuestros secretos.
Quiero guardar siempre en la memoria última, las sensaciones de ese amor inaudible y transparente que se
precipitó en nuestras vidas, aunque la presencia insaciable del tiempo asedie con
sus signos nuestras presencias y nos quedemos por siempre en las vagas lindes de
una realidad vertiginosa
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