Fue allí, entre los símbolos
marchitos de un tiempo, cuando la duda les fue susurrando al oído la segura
deriva; y el aire adoptó el criterio de cegarlos agitando sus opacas alas de otoño.
Se abstrajeron por aquella energía que aún parecía augurarles una cómoda envoltura
invernal entre los silbos del viento. Y en esa desnudez sin preámbulos,
intuyeron que el paisaje se había rendido al vacío.
De improviso llegó el desamparo,
y se encontraron sin entorno en el que aferrar los sentimientos, entre una
orfandad tangible de palabras y gestos. Y los fantasmas de la ausencia y el
vacío se fueron instalando en su presente, en el aire que súbitamente se hizo
inmóvil y denso en el paisaje en el que se encontraban.
En aquel ambiente enrarecido quedó
un amargor espeso, sin la trasparencia que dan las palabras cuando se anegan
las sienes entre el vértigo de la sangre. Fue entonces cuando intuyeron la
derrota, ese tornado que devora todo horizonte, la mueca triste de la rabia que
se esparce por las heridas. Eran los estigmas de su propia desnudez en el
cristal empañado de la tarde.
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